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Feminista o trilero

Sánchez sigue dando muestras diarias de inconsistencia. Anuncia una ley de paridad obligatoria en las instancias de poder mientras ningunea a la ministra de Igualdad cocinando leyes de pretendido igualitarismo en los machistas fogones de la Moncloa y desnaturalizando en el Congreso la ley bandera de esas mujeres que creen que dirigen el ministerio de Igualdad.

Cualquiera diría que antes de obligar por ley a la paridad de hombres y mujeres en cargos públicos y privados estaría bien respetar el ámbito de decisión de las mujeres que has nombrado. ¿De qué sirve designar ministras o consejeras a mujeres si el jefe -hombre o mujer- vacía de contenido sus funciones? Digo yo que el respeto al colectivo debería empezar por el respeto a las individuas.

Pero sabemos que la consistencia no es virtud apreciada por este Gobierno. La semana pasada señalábamos en Instagram que mientras Sánchez reprocha a Rafael del Pino un supuesto (y falso) cambio de domicilio fiscal, el ministerio de Hacienda anunciaba modificaciones de la ley Beckham para mejorar los incentivos fiscales a empresarios, profesionales y deportistas extranjeros que establecen su residencia fiscal en España. ¡Que hipocresía!

Nadie puede saber cómo funciona la cabeza del cabecilla de nuestro Gobierno. Se podría suponer que el anuncio mitinero de implantar esa paridad restringida de hombres y mujeres por narices -en el culto lenguaje de la otra ministra Montero-, esconde soterradas intenciones de distraer la atención de la “ley del sólo si es si” o del caso del Tito Berni. Es posible, pero será inútil. Las nefastas consecuencias de la citada ley no acaban con su reforma y las continuas apariciones de nuevos datos del escándalo de los diputados socialistas superan con creces el interés informativo de una ley muy mitinera, pero poco consistente.

Podría ser que, con ese proyecto de ley, el ínclito presidente del Gobierno quisiera entablar algún tipo de competición machista con sus socias de Gobierno de cara a la festividad y las ceremonias litúrgicas del 8 de marzo. Si así fuera parece que pudiera ser hasta contraproducente. Ese proyecto de ley no busca la igualdad de todas las mujeres con los hombres sino la de las pocas que están en condiciones de llegar a puestos altos en el gobierno corporativo o en los cargos públicos. Muchas mujeres se partirían de risa si les hablaran de que pueden llegar a ser consejeras de su empresa… ¡Se partirían de risa y se sentirían insultadas!    

No podría aseverar que el anuncio y la propia ley sean inútiles si fueran reclamos para arañar votos en las próximas elecciones. Pero sí que lo parece. No veo cómo esa obligación nasal -por narices- puede alterar el voto de las mujeres, digamos, concienciadas de feminismo y militantes; pero tampoco el de las no tan militantes, menos entre las que combaten la discriminación de manera particular y discreta y, aún menos, si cabe, en las que les repugna llegar -o que se pueda pensar que llegan- a cargos políticos o privados por razones que no sean su trabajo, su capacidad y su competencia.

Una ley naif

La lógica de la justa representación de la mitad de la población es pueril. Igual que se usa para balancear mujeres y hombres se podría usar para jóvenes, maduritos y ancianos, para pobres y ricos, para trabajadores de mono azul y de cuello blanco, para las diferentes etnias o religiones; en fin, se podría usar -aunque no debe ser usado- para cualquier clasificación social.

Creo en la lógica que configura los órganos de representación política en función de las opciones políticas. Así ha sido siempre, pero no para consolidar el patriarcado sino por la causa existencial de esas instituciones.

Los partidos políticos deberían poder valorar si se obligan a sí mismos -o no- a contar en sus filas con distintas clases de ciudadanos a los que quieren representar.

Por las funciones que tiene encomendadas por la ley -que no son las ejecutivas- el criterio lógico que determina la composición de los consejos de administración es la representación del accionariado. Todos los códigos de buen gobierno establecen una triple tipología de consejeros dominicales que representan a la propiedad mayoritaria; independientes que se supone defienden los intereses de los minoritarios; y ejecutivos, que están para transmitir a la organización y ejecutar las decisiones estratégicas.

Esos códigos de buen gobierno se autoimponen la obligación de fomentar la presencia de mujeres -que hayan demostrado su capacidad profesional- en los consejos de administración; no porque vaya a mejorar la gestión sino como una opción que ayuda a superar discriminaciones injustas. Todo esto pierde sentido cuando se convierte en una obligación legal. Aunque a los estatalistas les cueste entenderlo, hay ámbitos de decisión privada, personal o institucional, que la ley debe respetar. Primero porque afectan a la libertad y a los derechos fundamentales y, segundo, porque alteran la lógica sustancial de que cualquier puesto o cargo sea ocupado por la persona más adecuada.

Y, por cierto, volviendo al principio, este proyecto de ley es genuinamente naif. El poder no está en los consejos de administración, sino en las presidencias ejecutivas o los consejeros delegados que nombran y cesan a los administradores. Como tampoco el poder político está en los ministros -ni mucho menos en los diputados- sino en la cabeza del partido, la presidencia del Gobierno y sus aledaños. Dígame, señor presidente, de quién se rodea y le diré si es usted feminista o un simple trilero.