Ir al perfil del creador

Guisantes lágrima

De vez en cuando, viene bien echar unas lagrimitas. Llorar es una acción liberadora. A los niños les ayuda a llevar el dolor físico y a los adultos nos alivia, como un soplido amoroso, el desgarrón del alma cuando un amigo se va o nos arrolla el alud del arrepentimiento.

Nos libera de la angustia paralizante, del susto inesperado, de la risa desatada e incluso de la molesta mota de polvo que se mete en el ojo sin permiso. Los niños lloran más porque son niños y, ¡Dios me perdone!, las niñas porque son niñas. Por la edad controlan menos sus pasiones y, como son listos y listas, porque han descubierto los réditos del llanto plañidero.

Más respetable se me hace el lloro-cántico del bebé hambriento, que se siente mojado y sucio, o que llora por llorar o, simplemente, porque no acaba de encontrarse a gusto en su nuevo mundo. Ese lloro, que tanto asusta a los primerizos, es un gozo para los abuelos que sabemos de qué va esta fiesta.    

Temblamos ante la posibilidad de que Sánchez renueve su gobierno de colisión, pero nos negamos a llorar por sus leyes injustas y mal hechas, o porque nos odie -eso sí que es delito- a los que su famosa resiliencia nos parece obstinación, o por los trueques maliciosos que hizo, hace y hará con los radicales de la extrema izquierda, esa que en Francia se conoce como ultraizquierda. No derramaremos una lágrima por el agujero negro de las pensiones, aguantaremos con estoicismo el infierno fiscal y no sufrimos porque Belarra y compañía discutan con todos y con todas.

Nos apena la guerra de Ucrania y nos da pavor las bravuconadas de Putin; pero ni por esas lloraremos. Poca realidad es tan deprimente como la primera de un periódico, Marca incluido, cinco minutos de información radiada o la sucesión de sucesos de un telediario de Antena 3. Sí, este es un valle de lágrimas secas, silentes y discretas pero, gracias a Dios, esperanzadas.  

Si hay que llorar que sea por un puñado de guisantes. La fortuna me ha traído a San Sebastián en plena temporada de los guisantes lágrima de Guetaria, que apenas dura unas semanas. He disfrutado de una buena ración en la terraza del Narru, frente al Buen Pastor, he llorado de gozo con mi Marta y he revuelto San Sebastián para traerme a casa un carísimo kilo de arvejillas, como llaman a los guisantes en algunos países americanos.

El domingo de Ramos, para entrar en la Semana Santa en modo penitente llorón, los cocinaré para alguno de mis hijos y nietos. Solo requieren un pequeño salteado en mantequilla, una pizca de sal y una yema de huevo escalfado como salsa (o sin ella). Con suerte los impúberes dirán que no les gustan porque no se los dan en el colegio…

Me asaltan las dudas para entender por qué les llaman guisantes lágrima. La respuesta más repetida, por obvia, es su tamaño y forma lacrimal; pero yo creo que puede deberse a que a un porcentaje alto de la población se les escapa un par de lágrimas al probarlos. Podría ser, incluso, por la hora larga de mano de obra pura y dura que hace falta para desgranar una ración moderada. O porque los guipuchis lloran con amargura cuando se acaba la temporada. ¡Son tantas las razones para llorar!