Joel Robuchon es el rien ne va plus de la gastronomía y la restauración de finales del siglo XX y principios del XXI.
No creo que fuera el mejor cocinero -título difícil de adjudicar- pero sí el mejor restaurador y el pionero del big bussines en el que se ha convertido la alta gastronomía. A su muerte (agosto de 2018) dejó una cadena de 24 restaurantes en 3 continentes que sumaban 32 estrellas Michelín (hoy el grupo “solo” conserva 28) y 4 de ellos triestrellados; más de 20 libros de cocina y centenares de programas de televisión.
Le conocí por Canal Cocina. Me fascinó su expresividad y la facilidad con que explicaba las recetas y las técnicas culinarias, como solo puede hacer quien conoce a fondo lo que enseña. No he vuelto a ver programa de cocina -y soy bastante aficionado- con la capacidad de entretenimiento de aquellos vídeos.
En mi recuerdo guardo varias visitas a su Atelier de Saint Germain. Hace unas semanas leí que habían abierto en Madrid un restaurante con ese sacrosanto nombre en el mítico local de Embassy, en la esquina de la Castellana y Ayala. Reaccioné con mi habitual escepticismo. Me parecía -y me parece- improbable alcanzar el nivelazo de Robuchon sin él estar presente en cuerpo y alma.
No obstante, a media mañana de este sábado, volvía del mercado de la Paz en taxi para no cargar con la compra del fin de semana. Aunque soñaba con unas deliciosas fine de clare que me había regalado de aperitivo, la visión del L’Atelier Robuchon en la famosa esquina me provocó los buenos recuerdos parisinos. Antes de Emilio Castelar tenía una reserva para dos.
A la una y media me sentaron en una coqueta mesa para uno, dos o tres. Y ya necesito soltar mi primera queja: ni por teléfono ni en persona me preguntaron dónde prefería comer. Hasta el café no me enteré de que no es un restaurante, sino dos. El Atelier, al estilo del local parisino, con su barra y su canesú; y L’Ambassade, donde almorcé, un espacio más informal en el que se puede desayunar desde las 8:30, hacer el aperitivo, almorzar, tomar un “tea” de los de antes -a 52 pavos para dos personas- y cenar.
Segunda queja: la música muy alta. Tanto que pedí un zumo de tomate poco picante a un camarero que hablaba con (¿simulado?) acento francés y me vino con un bargueño de pólvora. Había oído – se excusó- “muy picante”. Sin remilgos, pensé compartirlo con mi rezagada acompañante; pero, tras el segundo sorbo, decidí pasárselo y pedir una Coca-Cola zero.
La carta de desayunos me pareció bastante completa con sugerencias frías y calientes, dulces y saladas. Un poco bajonazo la tosta de lacón y queso don Simón. A lo mejor está buenísimo, pero ese Simón no encaja con el pretendido glamour de L’Ambassade.
Hubiera probado los platos de pasta, los sándwiches (adoro los sándwiches), la quiche del día o el foie gras micuit, pero estoy en temporada de bajas calorías. No soy fan de las burguers, pero en el papel quedaban bien la de ternera y la veggi. Eché de menos en la carta a mis ostras queridas y me sobró el caviar…. Me encanta, pero caro hasta la grosería.
Como entrada pedí “cornetes de ternera” -parecía un plato ligero- y, como principal, el medallón de cordero asado. El maitre me dijo que se habían acabado los cornetes con la mala suerte de que, en ese momento, estaban sirviendo dos enfrente de mis narices.
Pero no hay bien que por mal no venga. Sustituí los cornetes por la “sopa de cebolla en texturas”. ¡Espectacular! Las texturas eran de verdad. En un caldo supersabroso flotaban virutas de cebolla frita, se derretía un queso cremoso y destacaba un buen pedazo de brioche empapado y delicioso. Caliente pero no ardiendo. ¡Mi dieta al carajo! Hasta hice un barquito... Al llegar a casa tomaré un yogur desnatado.
Mi partenaire pidió el “millefeuilles de verduras a la provenzal con salsa de albahaca”. Frío, frío. Un claro caso de que el papel lo aguanta todo. Consistía en dos troncos de mucho calabacín, poca berenjena y retazos de tomate seco aderezados con mozzarella (¿provenzal?). Crudo, poco original y poco pensado. Y muy frío.
Mucho mejor su “milanesa de pollo empanada” con pan, parmesano y una suave especia anisada que no supimos identificar. Decorado con tomates cherry, rúcula, lascas de queso y una buena cuña de limón, imprescindible con cualquier empanado. Acompañado de frites, que no son nuestras patatas fritas. Son más pequeñas y no llevan sal, o no se la echan.
A mí me volvió a tocar el gordo. En cuanto vi los dos medallones de cordero asado supe que había vuelto a destrozar mi dieta. Todo estaba en su punto: la carne, el jugo y el puré de maíz. Venía acompañado del famoso puré de patatas de Robluchon. En realidad, para mí, el cordero acompañaba al puré. Estaba rico, pero sabía demasiado a mantequilla. Recordaba mejor el de París y el de Hilario Arbelaitz, el chef del recién finado Zuberoa.
Pregunté a mi acompañante por la decoración. Le parece agradable. Sus exigentes palabras fueron: “no está mal”. La iluminación no molesta, lo que es bastante raro. A pesar del volumen de la música, se oyen otras conversaciones inanes, algunas demasiado soeces. Para muchos un plus; para mí, no.
Como me tomo en serio la dieta, ni vino ni postre. Aún así, hemos salido con 60 pavos menos por barba. O sea, carete… ¡Un año de suscripción a esta esquina de weágora!