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Un Rey en el reino de Torquemada

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Como un jubilado con posibles, el Rey Juan Carlos I disfruta estos días del mar y del viento en las costas gallegas. Desde su exilio voluntario, es su segunda visita a este santo país de torquemadas de chichinabo, donde hasta el más tonto se siente capacitado para opinar si el monarca, como cualquier chiquillo revoltoso, merece o no un aprobado por buen comportamiento. Parece que esta vez no será llamado a capítulo porque, a diferencia de su anterior visita, se ha limitado a saludar a sus paisanos detrás de un cristal tintado. ¡De qué chorradas se alimentan los columnistas y los tertulianos!

Me tendrían que explicar despacio porqué sus visitas tienen que ser lo que ellos consideran discretas; porqué se impide a un venerable anciano gozar de su popularidad y del cariño que le profesan millones de españoles. Se oyen todo tipo de sandeces. Y se ha extendido una especie de falsa verdad que sostiene que su mera presencia es una provocación al Rey Felipe, su hijo, y a la Institución. Muchos dicen -es la consigna difundida por Moncloa- que es libre para venir cuando le plazca, como cualquier otro español, pero insinúan -¡petulantes!- que no será bien recibido mientras no se digne a “dar explicaciones”.

Otros van más allá. Piensan que la presencia de Juan Carlos en España altera, desequilibra, perjudica o pone en riesgo la monarquía o los esfuerzos del Rey Felipe VI por recuperar las altas cotas de popularidad, cariño, lealtad y respaldo que consiguió su regio padre, tanto para él como para la Institución. Estos se pasan de listos o nos consideran un poco tontos... Su razonamiento es una falacia. Todos lo que busca el Rey para sí y para la Institución son como el saber, que no ocupa lugar; o el amor, que se agranda cuanto más se siente; o como otros grandes tesoros de la vida que nunca sobran ni están de más. La popularidad de don Juan Carlos es compatible y refuerza la de don Felipe, lo mismo que el cariño, la lealtad o el respaldo popular. Afirmar que la presencia del Rey Emérito hace daño a la monarquía es un mantra de republicanos frustrados.  

Para muchos sería mejor que se quedara en Abu Dabi. Para mí, no. Para mí, lo mejor es que resida donde quiera. Sus grandes servicios a España le dan de sobra para establecerse y hacer lo que considere oportuno, donde quiera, cómo desee y con quien le dé la Real gana -nunca mejor dicho-. Se ha ganado su libertad, aunque solo sea porque nosotros recuperamos la nuestra, en gran parte, gracias a él.

Yo no necesito que me dé explicaciones de nada; parece que ha saldado sus deudas con Hacienda y que ha aclarado cuentas con la Justicia; o, mejor dicho, que la Justicia se ha aclarado a sí misma decidiendo que no hay nada por lo que juzgarle. Pero todo eso no es asunto mío, sino suyo.

Sin embargo, como español que ha vivido todo su reinado me encantaría que compartiera más con nosotros los momentos históricos que ha protagonizado. No tanto su versión de la historia de España en décadas decisivas -que también me interesa- sino sus reflexiones de entonces y de ahora. Las del Rey proactivo con enorme influencia en los acontecimientos y las del Rey jubilado que mira aquellos sucesos con lejanía y perspectiva. Los líderes actuales, incluido su hijo el Rey Felipe VI, están muy necesitados de reflexión y, si de ellos no puede salir, que aprovechen la de otros.  

Juan Carlos I ha hecho mucho bien a España, pero siempre ha sido poco propenso a compartir sus motivaciones en los años de la Transición, los objetivos que se planteó y cómo pudo sortear las dificultades que se encontraba. Se conocen puntos de vista de políticos de entonces que ayudan a entender esos años, pero falta la visión crucial de quien estaba en el quicio de la puerta que nos abrió la democracia y las libertades. Claro que también sería interesante profundizar en el declive moral de esas personas que actuaron con valentía y generosidad en el terreno público, pero que también fueron demasiado mezquinos en otros terrenos más personales.